Acoso moral en la Universidad.
El
Diario Montañés
RAFAEL REDONDO
Profesor de la UPV/EHU
Desde la aparición de la obra de Hirigoyen «El acoso moral en la empresa»
se designa con el anglicismo «mobbing» esa manera moderna de asesinar
lentamente sin dejar rastro; esa técnica, elegante a veces, de persecución
que, desde la globalización neoliberal, ha cobrado cotas de epidemia.
Es la nueva forma de explotación sofisticada enmarcada dentro de la
«cultura de la calidad» cuyo guante de terciopelo enmascara la mano
de hierro de los nuevos centuriones de la moderna lucha de clases digitalizada.
Sin embargo, este problema, inherente a la violencia intrínseca del
capitalismo (si la palabra no gusta, el lector puede buscar cualquier
sucedáneo que suene mejor, que hoy todo se consume rápidamente), es
un problema secular.
Efectivamente, cuando hace unos meses en una conferencia aludía yo
al «mobbing», y a su protagonista, el acosador moral, de entre el público
asistente una mujer trabajadora levantó su voz declarando que eso de
acosador moral no deja de ser una sutileza semántica para revestir de
modernidad un fenómeno tan antiguo como la Primera Revolución Industrial,
insistiendo en que ella prefería «llamarlo como siempre los trabajadores,
y trabajadoras, hemos llamado al acosador: un hijo de la gran puta»
(sic).
Dejando a un lado la apreciación conceptual de la trabajadora, señalan
los estudiosos del «mobbing» cómo determinadas profesiones parecen especialmente
propicias para su aparición y desarrollo.
Siendo el aparato -y nunca mejor dicho- docente de las universidades
uno de los señalados como lugar de especial riesgo. No es por casualidad
que sea en la universidad donde últimamente se haya registrado un movimiento
investigador sobre el tema, en el que se denuncia precisamente a las
mafias de los departamentos que practican esta modalidad de tortura
psicológica.
Y ello hasta tal punto que se está organizando un congreso bajo el
tema «Mobbing en la Universidad».
El «mobbing» es la versión moderna de la lucha de clases y la nueva
forma de estrés con que suele acosar el neurotizante al neurotizado.
Para luego, ¡qué ironía!, declararlo un problema genético.
Ordinariamente, el perfil del acosador es el de un jefe de departamento
de talante externo impecable, correcto y bienpensante.
Sus buenas maneras, académicas y aparentemente democráticas, llevadas
incluso al extremo de una cordialidad y refinamiento en los más mínimos
detalles, suelen dar el «pego» a quienes no le sufren, ya que sus puños
de acero enmascaran en sus afelpados guantes de seda la agresividad,
cuando no la envidia, que ejerce contra el osado que pretenda autodefenderse
ante su narcisista prepotencia.
El acosador es un artista en la mentira; el acosador es una genio
en la difamación; el acosador universitario suele rodearse de una mafia
de colaboradores sumisos, de escaso relieve humano y profesional: gentes
de tercera división, que jamás han escrito un artículo, publicado alguna
investigación, o hacen pasar por libro de texto otro texto de apuntes
plagiado del libro de otro autor.
Estos individuos compensan sus acusadas limitaciones morales y comunicativas
mediante una eficaz sumisión ante los dictados de quien les encarga
el trabajo sucio, remunerado con una titularidad, o incluso con una
cátedra. Nadie les ha pedido las «notas» con que son valorados por sus
alumnos, ajenos a tales nominaciones; y la ausencia de sanción o admonición
ética por quienes, con su silencio cómplice, miran a otro lado afianza
el clima de impunidad en que se desenvuelve el acosador, y la impotencia
creciente de la víctima, que, sintiéndose culpable por ser víctima,
hasta el ejercicio de su legítima defensa es visto desde la burocracia
como una descarada insolencia.
No es de extrañar que para corregir toda esta miseria se piense convocar
un congreso. Pero antes de acabar quiero invitar al curioso científico
que deseara realizar una investigación de campo sobre ese tortuoso y
torturante tema a que eche una ojeada a la literatura jurídica del Departamento
de Organización de Empresas de la UPV, cuyo grupo directivo, especialmente
adicto a la PM -putadilla mensual-, viene acosando al personal docente
no sumiso (sic) mediante anónimos con sello departamental, por los que
se les arrebatan los despachos, les suprimen la docencia, se confisca
su derecho constitucional a la libertad de cátedra, imponiendo arbitrariamente
un programa, se les despide mediante voto secreto, se les imponen asignaturas
ajenas a su «currículum vitae» para intentar que fracasen, se les priva
del conocimiento de los presupuestos, se les discrimina negándoles la
mínima dotación informática, incluido el acceso a la fotocopiadora;
se les ponen serios obstáculos para la asistencia a las reuniones de
consejo de departamento, de naturaleza abierta y pública, así como para
convocarles a las celebraciones colectivas.
Por si todo esto no bastara, bajo coacción, se presiona a los alumnos
para que determinados profesores no dirijan sus tesis; se discrimina
a una profesora dejando de nominarla de cara a una promoción; a otra
la sobrecargan de docencia, y a un psicólogo, crítico con tal situación,
le arrebatan su materia humanística, obligándole a impartir Legislación
laboral, Estadística y Economía, para que se largue... (la lista sería
interminable).
Eso está ocurriendo en pleno nuevo milenio. Y, lo que es más escandaloso,
con total impunidad.
Yo, que ya anuncié algo de ello en mi trabajo «Sombras de la Universidad»,
me comprometo desde aquí , si tales desmanes continúan, a engrosar el
elenco científico de los investigadores de campo, a ir publicando con
nombres y apellidos las sucesivas secuencias de «mobbing» que vayan
surgiendo en este departamento, con el fin de que la publicidad ayude
a la disipación de esta especie de violencia cotidiana no contemplada
en las declaraciones oficiales.
Para atajar este mal, invito a los acosados a que tomen conciencia
de que es básica la progresiva publicidad sobre su acoso, pero sobre
todo la renovación de los nuevos textos y programas sobre seguridad
e higiene, sin olvidarnos del apoyo básico del grupo, es decir, la solidaridad,
tan temida por la violencia institucionalizada de quienes, amparados
en la ley del silencio cómplice, desean convertir en coto privado el
bien público que es la Universidad.